14 de septiembre de 2011

Segunda Imagen

Esto no va en orden cronológico, solo son imágenes que saltan de mi memoria, y como van saliendo las trataré de escribir.

Esta imagen se va a una estación atrás de la anterior. Se remonta al otoño, pero algún otoño temprano. De hecho me veo con unos 8 a 12 años. Siento que corro, con esa adrenalina y excitación que sólo te provocan aquellos juegos de la infancia. Estoy en mi lugar feliz. El patio de al frente de mi casa, aquel que de vez en cuando en los inviernos se viste de blanco y le dio nombre a este pequeño blog, pero para eso faltan unos dos meses (ver Primera Imagen).

Los Antiguos está vestido en plenitud con esos trajes dorados que hacen tan particular a esta estación del año. Los colores se entremezclan de una forma muy particular: amarillos los álamos; verde oscuro (tal vez más oscuro que de costumbre) los pinos; algún crataegus o algún copo de nieve perdidos pintan con ribetes rojos el entorno; y hasta un almendro como siempre adelantado que se rindió temprano y ya no retiene una sola hoja. El cielo tiene de esas nubes pintadas en capas con el más preciso de los pinceles, que se mueven a distintas velocidades y se van chocando las unas con las otras, fundiéndose y volviendo a separarse; pero siempre dejando lugar a que aquél sol lejano nos acaricie sin calentarnos, que nos muestre esos recodos de luces y sombras con la diligencia de alguien que muere por compartir un momento pero se retiene por algún miedo o vergüenza que tiene tan arraigado que no sabe que es. Y hay viento.

Viento. Ese extraño ser que hace hablar a los árboles, a veces en tono de súplica y otras de manera imperativa. Un viento que hoy le está pasando factura a este otoño, que hoy le muestra que su precioso vestido dorado ya está siendo severamente castigado por las polillas del invierno que se avecina. Que hoy mece los árboles, sacude las ramas y libera a esas mariposas amarillas en su corto vuelo hasta el suelo circundante.

Y ahí estoy yo, corriendo bajo esa lluvia, sintiendo la vida moverme los pies y la felicidad que quieren hacer explotar mi pecho. Con mis hermanas rodeándome, corriendo los tres, saltando, gritando, riéndonos, tratando de agarrar las hojas en pleno vuelo, ganándole al azaroso vaivén de su caída, tirándonos de a montones de las que ya están en el piso, tapándonos los unos a los otros con estos pequeños seres que dejaron su hogar natal y que ahora caen a su lugar de descanso final.

Papá y Mamá nos miran desde la cocina de casa, se les ve una sonrisa en la cara, parecen complacidos, de hecho creo que disfrutan de este momento tanto como nosotros. Los veo en alguno de esos momentos que el cansancio físico te devuelve a la tierra, te saca de tu ensimismamiento. Y definitivamente eso completa el cuadro, se completa con ese detalle que parece perdido en una esquina aunque en realidad le da un significado más cabal y profundo. Pero ese cansancio es solo momentáneo, por lo que enseguida trato de volver a atrapar a esos pequeños demonios flotadores, que ante cada giro de su extraño baile siento un pequeño vuelco al corazón que hace que quiera seguir intentándolo.

El piso por donde corremos pasa de un verde húmedo y profundo a un amarillo brillante. El sol, finalmente, por no querer acompañarnos, por retenerse a si mismo, terminó sintiendo que sobraba y se fue. A nosotros no nos queda más remedio que entrar a la casa a comer, contemplar el fogón y descansar.

Se terminó un día de mucha alegría y vienen más. Pero esos vienen en próximas imágenes.