21 de junio de 2011

Los Antiguos. Primera Imagen.

Por alguna extraña razón, este último tiempo Los Antiguos a salido a colación en muchas charlas con amigos y gente recién conocida. Y en cada una de esas charlas me encuentro cada vez más enamorado de ese rincón del mundo. Mi rincón en el mundo. Así que a partir de ahora voy a ir describiendo aquellas escenas que se me vienen a la mente cuando pienso en el lugar en el mundo donde he pasado los años más felices de mi vida hasta ahora.

Me he puesto a pensar que es lo que realmente extraño de estar allá. Y se me vienen a la mente una serie imágenes. Tal vez una o dos por estación del año lo que implica que lo que se extraña es el lugar y las vivencias que he tenido a lo largo de mi vida allá.

La primera que se me viene es la del invierno. A eso de las 6 de la tarde, cuando ya el crepúsculo está llegando su fin. Apolo se está yendo de a poco, y empieza a tomar otra fuerza la luz que se emana del fogón. Esos troncos de cerezo, con su madera entre dorada y naranja; y su corteza violeta que se inflama para estallar en danzarinas llamas que bailan en todas las direcciones, creando mundos de fantasía, donde las batallas más apasionantes tienen lugar. Al principio se dan a campo abierto, son hordas peleando cuerpo a cuerpo en yermos campos. Luego una de ellas va venciendo, y las brazas que se van marcando en los troncos más grandes revelan las fortalezas de aquél bando que va perdiendo terreno. Fuertes inexpugnables en un principio, pero que luego van mostrando sus grietas y fallas, que resultan ser fatales.

Pero eso pasa adentro de la casa. Afuera, el sol se fue y el cielo encapotado empieza a tomar unos tintes naranjas, reflejando la luz del pueblo en las bajas y espesas nubes que tapan el horizonte. Y empieza a nevar. El espectáculo más placentero y apaciguador que brinda la naturaleza. No hace frío. No hay viento. Los copos caen lentamente, como pequeñas plumas para depositarse primero en el verde césped, y luego, en el blanco manto que se va formando.

Salís afuera y el mismo clima te invita. Atrapás un copo de nieve con la lengua y te da la sensación de que toda tu boca está afiebrada, mientras que el agua más pura que jamás hayas probado te da un sensación de frescura y renovación inmediatas. Caminás bajo la nieve y no escuchás más que tus propios pasos que con ese crujido característico te dice que la nieve está empezando a acumularse. Y ante esa soledad de pinos y álamos desnudos, te encontrás a vos mismo y hacés un balance global de tu año, que hiciste y que no. Sin remordimientos por no haber hacho cierta cosa, o por haber sido demasiado osado en alguna situación en particular. Es sólo pensar y cerrar ese capítulo.

Y emprender el camino de regreso. Sentir el aroma a ollín y humo, ese olor placentero que sólo podés apreciar si alguna vez quemaste vos mismo un tranco hasta cenizas, que te dice que ya estás llegando de nuevo a tu hogar. Entrás, y la casa ya en penumbras, es iluminada por el fulgor ardiente de las últimas brazas que luchan por no extinguirse, resguardadas entre la ceniza. Y eso te indica que ya es hora de acostarse. Que mañana será otro día. Que mañana arranca un nuevo año, una nueva etapa en mi vida.